Por lo general, estamos acostumbrados a leer biografías de compositores que nos informan de grandes dramas familiares, problemas vocacionales, crisis profesionales y demás tragedias del más puro estilo romántico. Sin embargo, hay algunas excepciones que confirman la regla de que para ser un buen compositor hay que sufrir mucho. El caso del compositor estadounidense Samuel Barber es una de esas excepciones, tal y como lo informa Robert Sabin, uno de sus biógrafos, en estos términos:

Entre los compositores estadounidenses importantes de nuestro tiempo, Samuel Barber ha sido uno de los más afortunados. Nació en el seno de una familia próspera y culta, y su tía era la famosa contralto Louise Homer. Desde niño supo que quería dedicar su vida a la música, y se le permitió hacerlo sin necesidad de luchar. Tuvo maestros estupendos, y a una edad que era altamente impresionable visitó Europa y absorbió mucho de su belleza y su cultura tradicional, sin inhibir por ello su propio desarrollo creativo. Durante su vida, se atrevió a ser él mismo, no en el sentido de desafiar deliberadamente la tradición y seguir un camino revolucionario, sino en el sentido de permitirse evolucionar naturalmente.

Barber estudió el piano desde muy joven, y en el famoso Instituto Curtis de Filadelfia se graduó en piano, canto y composición. A los diez años compuso una breve ópera sobre un libreto escrito por el cocinero de la familia. Su principal guía en composición fue Rosario Scalero, quien presentó a Barber con un personaje que habría de ser fundamental en su desarrollo personal y profesional: el compositor de origen italiano Gian Carlo Menotti (1911-2007). Fue precisamente Menotti quien proporcionó a Barber el libreto para su primera ópera profesional, Vanessa, estrenada en 1958. En años subsecuentes, y siempre consciente de su propio entrenamiento como cantante, Barber compuso otras óperas, que no fueron recibidas por el público y la crítica con el reconocimiento que el compositor hubiera deseado. Barber compuso además algunas partituras para danza, varias obras corales, canciones con acompañamiento de piano y de orquesta, así como algunas interesantes obras orquestales, entre las que destacan la obertura Escuela para el escándalo, dos sinfonías, tres ensayos para orquesta y algunas obras para la escena. Su obra más famosa, sin duda, es el Adagio para cuerdas, originalmente el movimiento lento de su Cuarteto de cuerdas op. 11, y que existe también en versiones de Barber para coro y para ensamble de clarinetes. En el campo de la música concertante, quizá lo más interesante sea su Concierto de Capricornio, para flauta, oboe, trompeta y cuerdas. Además, Barber compuso sendos conciertos para los instrumentos más tradicionales: el Concierto para violonchelo, estrenado en 1946; el Concierto para piano, estrenado en 1962; y el Concierto para violín, ejecutado por primera vez en 1941.